Semblanza

A una sombra


Pavel Granados

Fonoteca Nacional de México

 

Yo hablo con mis muertos. Pero con los más cercanos. Con los que se van alejando en el tiempo menos, porque incluso olvido el tono de nuestras conversaciones y las palabras que usábamos para confiarnos nuestros asuntos. De pronto, veo que estoy hablando con el vacío, frente a un muro impenetrable, o frente a nada, ante un alma que ya se hizo polvo o que se alejó para siempre. Tengo más familiaridad con los desaparecidos recientes, todavía tenemos cosas que contarnos, conocidos en común e historias inconclusas. Tú, sombra que en vida te llamaste Bernardo Couto del Castillo, estás definitivamente lejos. Los amigos que te lloraron cuando moriste están igualmente lejanos. Nos separan, entonces, muchas cosas; reconocerías de mi ciudad unos cuantos edificios en medio de tantos otros, extraños. Del nuevo siglo que empezaba, qué irías a conocer, quizá te preguntaste cómo sería, pero lo conociste tan poco… sólo unos días, pues tu vida acabó muy pronto, el 3 de mayo de 1901, así que prácticamente viste tres meses del siglo XX, te faltaron 99 años y nueve meses para hacerte una idea un poco más precisa, aunque de los amigos que te sobrevivieron, nadie llegó a la mitad del siglo. Bueno, sí, en realidad uno, Balbino Dávalos, que murió en 1951. A él le dedicaste dos de tus cuentos, y en uno de tus pocos artículos de crítica literaria escribiste que esperabas su libro de poemas. Pero él publicó su primer libro varios años después. Si hubieras vivido más allá de los veinte años, tu pesimismo se habría hecho mayor: de muy pocas cosas que hemos visto desde entonces podríamos alegrarnos. Amado Nervo te escribió un poema diciendo que oraran por el siglo que moría, y con él, los suicidas y todos aquellos que odiaban los ideales, los nostálgicos de los templos góticos y las nuevas generaciones abrumadas por el tedio. No sabía que tú te embarcarías muy pronto. Y yo… no sé si te llegan las novedades editoriales en donde estás, si es que estás. A lo mejor, las dos épocas de la Revista Moderna, la cual llegó hasta 1911. Las demás publicaciones seguramente te olvidaron, borraron tu nombre de sus lectores y de sus amigos. Si se te buscara, ¿responderías? No tienes fuerzas ahora ni para desviar el vuelo de una mosca ni de quitar un polvo de mi camisa, y voltear la página de un libro. Para ti, es como alterar un destino inconmovible.

"Oremos", de Amado Nervo

Derechos de reproducción cedidos por la autora de la declamación. Voz de Marina Meneses.

Hace unos días llegó a mi casa un libro tuyo, tu obra completa, aunque veo que nunca llego temprano a las novedades, pues tiene más de un año que está por las librerías. No sé si llevabas la cuenta, pero escribiste más de sesenta cuentos, y algunos ensayos y traducciones. ¿El libro?, ¿elegante? Sí… Es una colección sobre el siglo XIX de la Universidad Nacional (“Al Siglo XIX. Ida y Regreso”); sólo de tu obra tiene 360 páginas, más el estudio, bastante largo, de una académica joven: Coral Velázquez Alvarado. A ti te fue bien, porque no te llenaron de notas al pie, pues ese es el mal de la academia de hoy, así como en tu tiempo fue la oratoria hueca. He visto otros libros de esta colección hasta con 150 páginas de notas al pie.

Abrí las páginas buscando algo tuyo. Sabía que llegabas a la redacción de la Revista Moderna acompañado de tu mayordomo, a los catorce años. Es que eras nieto de José Bernardo Couto, el aristócrata crítico de pintura y famoso intelectual de la época santanista. Te vislumbraba con tu rostro redondo, probando el ajenjo, o bien visitando la morgue, donde contemplaste una autopsia completamente hipnotizado. Pensabas que el muerto te miraba y tú le devolvías la mirada fascinado. Pero yo quería saber otras cosas, cosas que no estaban en este libro. Tuviste una amante, Amparo, con la que te veían por las calles. Igual que Charles Baudelaire, que tenía su amante negra. Viajaste por Europa, tu familia te pagó ese viaje. Y tus cuentos tratan sobre exquisiteces aprendidas allá, a las orillas de un lago o en las calles nocturnas y solas de París.

Un poeta que ya no conociste, Porfirio Barba-Jacob, que llegó a México en 1909 –hubiera sido bueno que lo conocieras…–, escribió que Rubén Darío hizo que todos quisieran ser aristocráticos. Antes de él sólo unos pocos eran exquisitos, pero de pronto toda la juventud lo quiso ser. Tú eras de esos pocos, lo hubieras sido aun cuando no conocieras a Darío, a quien sin duda leíste. Pero yo quería saber algo preciso: quería saber qué había pasado con el tiempo… ya que moriste de tuberculosis qué había pasado después… Tu padre murió muy poco tiempo antes que tú. Y tu familia era dueña del hotel donde vivías, en la primera calle de Santo Domingo, número 11. Quizá allí moriste. Te sobrevivió tu madre, Adelaida del Castillo, pero no sé por cuántos años más… Tampoco sé si tuviste hermanos, sobrinos… Lo que conocemos de ti se publicó en vida tuya, y unos pocos textos póstumos. Tuviste cosas, libros, retratos, recuerdos de tus viajes, ¿dónde quedaron? Los imaginé guardados cuidadosamente por tu madre. Si ella era de Guadalajara, ¿habrá vuelto a vivir allá? Quizá se quedó a administrar su herencia, que no era poca. Tal vez vivió en la colonia San Rafael, no me imagino otro lugar. ¿Pero, cuándo murió? Después tal vez los sobrinos –si los hubo– retomaron tus cosas, pero quizá guardaron todo lo tuyo en la biblioteca de algún pariente, acaso en alguna maleta lo más rescatable: “¡los manuscritos del tío Bernardo!”, “toma tú este libro”, “yo me quedo este retrato”…

No has sido el primer poeta muerto joven, y no serías el primero en terminar en esas maletas que los parientes guardan pensando revisar algún día, en esta generación o en la que viene… No hay respuesta para mí en el prólogo de este libro; la autora prefiere dedicarse a leer tus cuentos pues parece que desde que moriste, en vez de leerte, los críticos prefieren lamentarse de que hayas dejado trunca tu obra. Bueno, sí, está bien lamentarse, pero en este caso sirve para excusarse de leer atentamente. No está más trunca tu obra que la de cualquiera otro, lo que quiere decir que se la debe de leer como una totalidad. La prologuista concluye que tuviste varias etapas: que tus primeros cuentos trataron el tema del artista y de su imposibilidad de adaptarse al mundo, que luego hiciste poemas en prosa –y que fuiste de los primeros–, leíste a Edgar Allan Poe y lo adaptaste a tu sensibilidad. Tus vivencias en Europa te sirvieron para otros cuentos, tal vez los más bellos, los más logrados, cuentos de amor y de tristeza. Comenzaste una serie donde tu personaje era Pierrot, artista enmascarado, que no se quita el antifaz nunca. No sabemos qué esconde, más que el arte doloroso del enamorado. Al final están tus traducciones, son pocas, pero tan bien elegidas que me gustaría elogiarlas. Estoy seguro de que en estos 115 años nadie ha tenido la amabilidad. Por otra parte, moriste y se quedó el trabajo a la mitad, eso es cierto, pero no podías interrogar al futuro.

Yo te lo diré aunque no lleguen a ti las palabras, tus contemporáneos debieron quitarse esa máscara de Pierrot, pues no se puede ser un joven decadentista toda la vida… En la diplomacia hay puestos no tan vergonzosos para los poetas: pueden traducir, viajar y escribir decorosamente. Sólo tendrías que haber dejado de ser tú. Es cierto, tenías dinero. Pero entonces, habrías vivido al margen de la vida, te habrías quedado en otro tiempo, y el mundo que se destruyó en 1910 no hubiera perdonado tu palacio de cristal. De algún modo tu destino te ha permitido ser el joven eterno e inasible, al que las palabras no llegan, y como Pierrot, estás revoloteando por la luna.

Parece que se olvidan las cosas, las muertes de los antiguos, y que se vuelven sólo palabras. Pero el dolor busca un refugio, y se encuentra vivo en algún lugar oculto, que sólo es necesario remover para que duela nuevamente. ¿En esa pila de hojas?… Es posible.