Ignacio Osorio Romero
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 28 de abril de 2010
Boris Berenzon Gorn
A Georgina Calderón, René Ceceña, Valentina Cantón y Morelos Torres, fraternalmente
Cuenta Luis González de Alba, en su ya clásico libro, Los días y los años, el siguiente diálogo en Lecumberri entre Selma Beraud, Ignacio Osorio y el propio autor.
“— Oye Lábaro, ¿te acuerdas cuando fuimos al valle?
—Cómo no me voy a acordar. Me gusto mucho, es pasando Toluca— le dije a Selma, está completamente cultivado y por todas partes lo rodean montañas; sólo hay un paso para entrar. Esa tarde, cuando estuvimos en casa de Osorio hacía frío, porque no dejaba de llover; pero hubieras visto como habían quedado las colinas más bajas, unos cordones de nubes pegadas a la humedad del suelo; pues si lo vieras en este tiempo Lábaro te quedarías a vivir ahí.”El relato anterior refleja el entrejuego de la nostalgia, las manifestaciones del silencio, la soledad y las contradicciones que dejó el movimiento estudiantil mexicano de 1968 en Ignacio Osorio Romero.
La anécdota tiene que ver con el hermoso Valle de Temascalcingo, lugar en donde nació Ignacio Osorio y José María Velasco y la he traído este día como símbolo de dos remembranzas infantiles que se entretejen en mi memoria. Hoy, a la distancia, Osorio tiene el privilegio de ser, junto con Velasco, los grandes próceres de este pueblo. Cosa que a Ignacio, en vida, nunca se hubiera imaginado pero que debe tenerlo muy feliz por el amor que le tenía a su terruño.
Debo aclarar que Ignacio Osorio era mi padre y ambas nostalgias formaban parte de sus símbolos existenciales, su Valle y un tiempo hecho con los vientos grises del 2 de octubre de 1968 y sus grandes contradicciones: ya que fue, a lo largo de su vida, jesuita, troskista, novohispanista, latinista, político, académico, periodista, sindicalista, editor, traductor, un ferviente esposo, un amoroso y estricto padre y un amigo entrañable.
Como en todo niño, estas imágenes se hicieron mito en mi pensamiento.
Así, las familias que surgieron de estos líderes estudiantiles quedaron marcadas por las huellas vitales del 68.
Los complejos de Edipo y Electra se ajustaron a las melenas y al sexappeal de José Revueltas, Eli de Gortari, Roberto Escudero, Gilberto Guevara Niebla, Eduardo Valle (el Búho), Selma Beraud, Luis González de Alba (el Lábaro), Raúl Álvarez Garín y Mireya Zapata, entre muchos otros.
Más aún marcaron un rumbo ideal que, con los años, se ha desvanecido.
He contado todo lo anterior en nombre de la honestidad para, desde este tan subjetivo punto de vista, hacer algunos comentarios íntimos ante los 20 años de la muerte de Ignacio Osorio y su relación con el movimiento del 68.
2 de octubre de 1968. Generaciones en contradicción
Julián Marías señala que las generaciones no se suceden en fila india, sino que se entrelazan, se solapan o se empalman; es decir, que las líneas fronterizas entre las generaciones no existen por sí solas, se establecen a partir de proyectos políticos distintos, procesos intelectuales que modifican el pensamiento, o simplemente un hecho histórico que determina a un cierto grupo como el significante que representa una sensibilidad distinta; en este caso la generación de Ignacio Osorio está marcada por el movimiento de 1968 y su fundamental vida académica universitaria. Ya he mencionado a algunos de los que compartieron con él el movimiento, pero tuvo la suerte de ser una generación que reconstruyó el pensamiento humanista del siglo XX con figuras como Dolores Bravo, Germán Viveros, Margarita Peña, Roberto Heredia, José Pascual Buxó y fue alumno de Rubén Bonifaz Nuño (quien fue su gran maestro), Sergio Fernández, Manuel Alcalá y Ernesto de la Torre Villar.
Todas las generaciones muestran rasgos que las identifican como resultado de los cambios de cada época, como indica Don Wigberto Jiménez Moreno, el proceso sociocultural de un país lo entendemos mejor, si fijamos la vista en los “hombres responsables de las mudanzas históricas”; unidas a las circunstancias en las que se producen los vuelcos del tiempo.
Un grupo importante de intelectuales se ha convertido en los principales cronistas y críticos de la generación del 68, porque le han quitado el carácter solemne y acartonado con que se ha escrito la crónica de nuestro país, lo mismo en la devastada ciudad que en las distanciadas provincias; cabe decir, que otros o bien han caído en una apología ligera del movimiento, o en arroparse sin crítica ni sentido en el mismo y, unos más, simplemente lo denuestan o lo oficializan. Osorio era crítico con estos grupos. Consideraba que si bien el movimiento es un hito nacional, el mejor homenaje que podría hacerle era no olvidarlo pero trascenderlo, dejando una obra intelectual sólida que reflejara sus ideales y no una folklórica estampa sin huella, en la que todos podían caricaturizarse. Es decir, para Osorio se trataba (porque lo había vivido a profundidad), de un ethos vital y no de monumentos, exposiciones, marchas o nombres de calle. La tarea era más profunda: reconstruir el tejido social y reinventar, desde donde a cada quién le correspondiera, un nuevo México, más justo, democrático y culto. Tristemente, pocos pensamos lo mismo. A algunos, quizá la mayoría, les ha sido cómodo quedarse con el arquetipo vacío.
Por ello, la idea de las mudanzas históricas presenta panoramas complejos de las generaciones que se analizan, más que biografías desarticuladas. De allí, las grandes contradicciones y los silencios de Ignacio Osorio.
El 68 es para ellos, la historia secreta de los sesenta, el secreto a voces de las aspiraciones y luchas populares. Los héroes y los mártires que sólo fugazmente aparecieron en las notas rojas de los diarios.
Fuerte es el silencio, dirá Elena Poniatowska. Los días y los años Luis González de Alba y José Revueltas se preguntará por la repercusión universitaria del movimiento.
El 68 es, según Osorio, ante este silencio, un movimiento dinámico, autónomo que, fuera de los pretextos formales, en el fondo lucha contra la miseria del país, contra la corrupción, la intolerancia, el tapadismo, el compadrazgo, el dedazo; para dar paso a la posibilidad que, siguiendo al mayo del 68 francés desde otra óptica y con otros objetivos, se convirtió en el impulso revolucionario en el que se resolvieron los referentes epistemológicos de algunos de los patrones contemporáneos del pensamiento.
Así, el México de ayer y hoy queda teñido por las tintas del ya casi oficial 2 de octubre de 1968. Por cierto, dicha oficialidad es el gran peligro, como decía Osorio, que más asedia a la verdad del discurso histórico del 68 que se vivió y se combatió como una contestación a lo oficial.
Un ejemplo en boga, por seguir a la moda actual, es que ya está incluido en breves líneas, en todas las posiciones políticas e ideológicas, a punto de hacerlo un hecho mítico y con ello acabarlo.
Como ya he dicho, tanto las izquierdas como las derechas se han encargado magistralmente desde su mirada de contar esta historia. Sin embargo, creo que queda otra historia pendiente, la de la cotidianidad humana, donde habría que subrayar la necesidad de la cercanía con lo íntimo, con lo vivo, con lo propio. Osorio, quizás es un precursor de la Historia Cultural, como dice Dolores Bravo, porque descubre verdades históricas a partir de pequeños detalles, de indicios. El gis en el saco del sospechoso y el trazo de la mano en la escultura.
La generación del 68 entendía que el empeño innovador no se limitaba al terreno de la literatura, la filosofía, la historia o la ingeniería; se extendía también a la política y a los dominios de la vida privada; desde las relaciones familiares hasta el amor y la sexualidad. No olvidemos, que es la generación de la píldora anticonceptiva y el avandarazo del que, por cierto, debo contar que Ignacio Osorio, al regreso de Avándaro se volteó en la carretera en su Volskwagen crema, que después reparó el padre de Roberto Escudero.
“La historia la hacen los hombres”, frase trillada. Preguntémonos, qué pasó con los Samurais mexicanos, parafraseando el juego que Julia Kristeva hace con los hombres y mujeres del mayo de París del 68.
Mi análisis lleva el apresuramiento de una mirada efectivamente involucrada (no hay otra clase de historia), porque hablo de unos hombres que habiendo sido responsables de las mudanzas históricas del 68, hoy sus caminos se separan existencialmente; los unos se han convertido en los líderes que dirigen los destinos académicos, intelectuales y culturales del país y los otros se han perdido en el olvido y en la atomización.
Preguntémonos qué paso con los hombres anónimos que intentan olvidar su marca de origen que se inició en las aulas universitarias, en las alcantarillas del Zócalo, en los adoquines de las plazas públicas, qué lugar ocupan, qué testimonio nos dan con su vida y con esta condena a muerte que llevan sobre sus espaldas como un sueño criollo, como lo dijera Osorio, que no realizaron.
La generación que nos antecede estuvo originariamente muy cerca de cambiar los destinos de México… pero, aún falta mucho para que se concluya esta tarea.
Olvidaron aquellos jóvenes de entonces, que el mundo no lo cambian solo las ideas: “La imaginación al poder”, “amor y paz”, “haz el amor y no la guerra”, “Imagine”, “Let it be”. Habría entonces que preguntarse en dos vertientes: el sesgo histórico, si es que lo hubo, qué herederos dejan y qué testimonio histórico nos lanzan y con una mirada íntima a la historia, el reconocimiento a esos hombres que nunca encontraron un lugar en su repliegue político y el vital.
La palabra no muere. Podíamos todavía escuchar los ecos de Catedral “no queremos olimpiadas, queremos revolución”. Este grito anónimo coreado desde Ciudad Universitaria hasta la Plaza de las Tres Culturas, jocoso, confiado, lúdico, marca la historia de México. ¿Es por eso anónima?
Esta generación heredera de Demetrio Vallejo y Valentín Campa renunció a su comodidad individual, a su bienestar económico, al reconocimiento público, a los esquemas tradicionales; pero sobre todo, han tenido que pagar con su silencio casi mortuorio su posición contestataria.
Pero no han muerto todos y son, hoy por hoy, desde la propia angustia de su vida, una mirada que la historia ha rebasado.
Estos hombres tienen su cita con la historia todavía.
Las nuevas generaciones podrán decir si el 68 dejó alguna huella histórica en México o seguiremos delirando entre la oficialidad y la negación de un hecho histórico.
En el vigésimo aniversario de la muerte de Osorio, octubre de 1968 exhala un perfume seco de vieja manzana olvidada en el armario. Es un pasado del que se duda, parece desde hoy, que no pudo ser un mundo en el que los estudiantes querían reinventar todo, acabar la guerra en nombre del amor, sin embargo fueron revoluciones imaginarias. No solo porque pedían que la imaginación subiera al poder, sino porque ahora podemos ya sólo imaginarlas, que es a lo que más llega el recuerdo. Algún día trascenderemos esta posibilidad, no para juzgarlas sino para cumplir el papel de la historia: interpretar el 2 de octubre lejos de utilitarios políticos y sueños revivientes que no conllevan más que preguntarnos una vez más cuántos sesenta y ocho hay en la historia reciente mexicana, qué pasa con la vida íntima de aquellos que hicieron todo y viven para esperar la dignificación de su tragedia, el cambio de rumbo hacia un país democrático. Hoy por hoy, por lo menos, 2 de octubre no se olvida. Ignacio Osorio fue una metáfora digna de esa generación, uno de los principales humanistas del siglo pasado, interesado en la resignificación y la reinterpretación de la cultura novohispana que permitiera entender la cultura mexicana desde su única posibilidad, el mestizaje. Sus investigaciones están enfocadas a los estudios de la educación, literatura y bibliotecas coloniales.
Ignacio Osorio fue un académico con una vasta producción, que reflejaba su pasión por la vida y los valores humanos. La generosidad y la tenacidad son muestra de su pasión por la tradición clásica en México.
Finalmente, debo decir que Ignacio Osorio, fue para mi un maestro inolvidable, un padre ejemplar. A diferencia de lo que piensen sus maestros, Rubén Bonifaz Nuño y Sergio Fernández, que el morir joven le evitó las penas y la decadencia de la vejez, yo no le perdono su inesperada muerte. Pienso que la vida nos jugó una traición que no le permitió conocer ni a Paola ni a Iñaki ni a Emiliano, sus nietos, experiencia que siempre soñó. Recuerdo cuando le decía a mi madre que, debo decir, fue su gran pasión, “ya verás, cuando viejos, nos lleguen las Shoshanitas, los Boricitos y los Rodriguitos. Nos vamos a divertir mucho y reviviremos con ellos el rejuego de nuestros hijos, de nuestra vida, para concluirla en un páramo en sueño”. Lo que sí sabe él, cuando se “asoma a vernos torear”, es que Paola, Iñaki y Emiliano juegan con él, en un páramo en sueño. Y yo citando un titulo de uno de sus libros juego a conquistar su eco.