Artículo inserto en los números 487 y 488, de 12 y 15 de febrero de 1819, del Noticioso General(1) Señor editor: He leído en el Noticioso del lunes lº del presente una impugnación a mi Periquillo, muy cáustica y descortés, escrita con resabios de crítica por “D. M. T.”,(a) o sea por Uno de tantos, cuyo talento no alcanza para otra cosa que para roer los escritos ajenos corno los ratones de la fábula 30 de Iriarte.(2) Ya me es indispensable contestar no tanto por mi propia satisfacción, cuanto por defender mi obrita de los defectos de que le acusa este señor; pero protesto la fuerza con que tomo la pluma para ejercitarla en una contestación pueril y odiosa, lo que no hiciera a no haber sido provocado por dos veces,(3) no habiendo bastado mi prudencia en la primera para que en la segunda no se me insultara hasta lo sumo. Querría sin embargo escribir con más moderación; pero el señor Uno no la conoce, y así: vim vi repellere licet.(4) La fuerza con la fuerza se debe rechazar, porque no tiene otro escudo, y seguramente: Bien hace quien su crítica modera, pero usarla conviene más severa contra censura injusta y ofensiva,(b) cuando no hablar(5) con sincero denuedo, poca razón arguye, o mucho miedo. Basta de exordio y vamos al asunto, aventando la paja en que abunda la tal impugnación y dirigiéndonos a lo que parece grano. Lleno el señor Ranet(c) de la satisfacción más orgullosa y en tono de maestro decide del mérito de mi obra en estos términos: “Al Pensador Mexicano lo conocemos como al autor de una obra disparatada, extravagante y de pésimo gusto; de un romance o fábula escrita con feo modo, bajo un plan mal inventado, estrecho en sí mismo y más por el modo con que es tratado…” ¿Qué tal se explica este caballero? Más parece que trata de insultar al autor que de des[a]creditar la obra, aunque hace uno y otro bellamente. ¿Pero por qué le ha parecido mi obrita tan insufrible? Ya lo dice sin que se le pregunte: “porque (son sus palabras) comenzamos la relación y nos vamos hallando con sucesos vulgares, fatales siempre al interés; pues si en los libros encontramos las peores gentes de la sociedad(d) obrando ordinariamente y según los vemos, hablando según los oímos, nuestra curiosidad no se excita y dejamos de sentir el atractivo que en el arte se llama interés.” Toda esta jerigonza quiere decir que, para que la acción interese en la fábula, es necesario que no se vea en ella nada común ni vulgar. Todo debe ser grande, raro, maravilloso. Orfeo debe entrar en los infiernos en pos de Eurídice, Teseo ha de matar a los formidables gigantes Pityocampto y Periphetes, y Dédalo ha de volar seguro por los aires con unas alas de cera. Además los hombres grandes han de hablar como los dioses, y los plebeyos deben usar el idioma de los reyes y poderosos. Así lo quiere el señor Ranet,(6) y es menester darle gusto. Mas yo, con su licencia, tomo el Quijote de Cervantes, la obra maestra en clase de romances, y no veo en su acción nada raro, nada extraordinario, nada prodigioso. Todos los sucesos son demasiado vulgares y comunes, tales como pudieran acontecer a un loco de las circunstancias de don Alonso Quijada. Al mismo tiempo advierto que cada uno de los personajes de la fábula habla como los de su clase, esto es, vulgar y comúnmente. Hasta hoy estaba yo entendido en que una de las gracias de este género de composición era corregir las costumbres ridiculizándolas y pintándolas al natural, según el país donde se escribe; pero el señor Ranet me acaba de sacar de este grosero error, pues “encontrando a las ... gentes en los libros obrando como los vemos y hablando como los oímos, nuestra curiosidad no se excita y dejamos de sentir el interés”. “Éste acaba de desaparecer (sigue el crítico) para las gentes de buen gusto, si además de encontrarse con acaecimientos los más comunes, se les ve sucios, violentos y degradados.” Para fundar esta aserción, se asquea mucho de la aventura de los jarritos de orines que vaciaron los presos en la cárcel sobre el triste Periquillo, y del robo que hizo a un cadáver. ¡Feliz hallazgo y pruebas concluyentes del ningún mérito de la obra! Pero si estas acciones son sucias y degradadas en ella, ¿en qué clase colocaremos la recíproca vomitada que se dieron don Quijote y Sancho cuando aquél se bebió el precioso licor de Fierabrás? ¿Y cómo se llamará la limpísima diligencia que hizo Sancho de zurrarse junto a su amo por el miedo que le infundieron los batanes?(7) A la verdad que el señor Ranet es demasiado limpio y escrupuloso. Por lo dicho conocerá el lector lo sólido y juicioso de esta crítica, y que me sería fácil refutar uno por uno los descuidos en que abunda, si no temiera hacer demasiado larga esta contestación. Sin embargo, desvaneceré algunos de los más groseros y con la posible brevedad. Nota como un defecto imperdonable las digresiones de Periquillo, y dice que “no da un paso sin que moralice y empalague con una cuaresma de sermones”. Digo a esto que si los sermones v moralidades son útiles y vienen al caso, no son despreciables, ni la obra pierde nada de su mérito. Don Quijote también moralizaba y predicaba a cada paso, y tanto que su criado le decía que podía coger un púlpito en las manos y andar por esos mundos predicando lindezas.(8) Hablando del estilo dice “que yo soy el primero que he novelado en el estilo de la canalla”. Ahora bien: en mi novela se hallan de interlocutores colegiales, monjas, frailes, clérigos, curas, licenciados, escribanos, médicos, coroneles, comerciantes, subdelegados, marqueses, etcétera; yo he hablado en el estilo de esta clase de personas, ¿y así dice el señor Ranet que novelé en el estilo de la canalla? Luego estos individuos en su concepto son canalla. Sin duda le deben dar las gracias por el alto honor que les dispensa. Pero para que se vea cómo nos estrellamos entre las contradicciones más absurdas cuando dirige nuestra pluma no el amor de la verdad, sino el impulso de una ciega pasión, atiéndase. “En vano buscamos en Periquillo (dice este buen hombre) una variedad de locución que nace en los romances de la diversidad de caracteres; tan uniforme como en su acción el chorrillo de alcantarilla, propio para arrullarnos, se suelta desde el ‘Prólogo, dedicatoria y advertencias a los lectores' hasta la última página del tomo tercero.” ¿Ya se ve esto? Pues sin pérdida de momento, y sin que haya ni una letra de por medio, continúa diciendo: “Desde una sencillez muy mediana pasa su estilo a la bajeza y con harta frecuencia a la grosería del de la taberna.” ¿Se dará contradicción más torpe y manifiesta? Acabar de decir que mi estilo en la obra es tan uniforme, tan igual como el sonido del chorro de la alcantarilla, y luego luego hallarlo sencillo, bajo y grosero. ¿Cómo será una cosa igual en todo y de tres modos distinta? Quédese la inteligencia de este enigma al juicio de los lectores, para que éstos formen el que merezca la crítica de mi antagonista. En otra parte dice “verisímilmente se ha reducido al trato de [la] gente soez y un tanto mediana”. ¿Conque los sacerdotes, los religiosos, oficiales, militares, médicos y demás que hacen papel en mi obrita, para este rigidísimo censor nada valen, y cuando más, y haciéndoles mucho favor, los considera como gente un tanto mediana? ¡Caramba y cómo se empeña en honrarlos! Dice también “que los vicios de las gentes distinguidas son menos groseros, sus defectos menos chocantes, porque están encubiertos con la civilidad y política, y de esta suerte es más trabajoso apropiarles un papel ridículo”. ¡Qué dos mentiras!, y perdone la claridad. Una de ellas es que sean menos groseros y chocantes los defectos y vicios de las gentes distinguidas. Cuando los tienen chocan más y se hacen más vergonzosos. Tal vez disculpamos los vicios de la gente plebeya, considerando sus ningunos principios y grosera educación. En la gente distinguida no encontramos esta disculpa; de consiguiente nos son más chocantes sus defectos. La brillantez con que nacieron, la fortuna que logran y el empleo que obtienen sólo sirve[n] de hacerlos más visibles. No puede una ciudad estar escondida sobre un monte, ni pueden los vicios encubrirse en una persona altamente colocada. El adulterio de David, la prostitución de Salomón, el sacrilegio de Baltasar, la soberbia de Nabuco,(9) etcétera, etcétera, no habrían escandalizado tanto si hubieran sido cometidos por unos plebeyos oscuros; pero fueron reyes los delincuentes y esto bastó para que fuesen estos delitos fatales a sus pueblos y su noticia llegara hasta nosotros. Si el señor Ranet quiso decir que los vicios de las personas distinguidas, y generalmente de los ricos, se disimulan, se callan y aun se aplauden, eso ya lo sabemos, y hasta los niños de la escuela cantan que Cuando el rico se emborracha y el pobre en su compañía, la del pobre es borrachera, la del rico es alegría. Mas este aplauso, este disimulo de los vicios del rico sólo cabe entre sus viles aduladores y corrompidos mercenarios; los hombres de bien siempre los conocen, jamás los alaban ni dejan de ver sus defectos con repugnancia. Al mismo tiempo es mucho más fácil ridiculizarlos. Su misma elevación presta el motivo. A mí se me haría más notable y me causaría más risa ver que un conde cogía el tenedor como rejón para ensartar la pieza, que si viera comer a un indio con todos los cinco dedos. Ambos faltarían en este caso a la urbanidad; pero en el conde sería más chocante la grosería y por lo mismo más ridícula. Dice también el señor Ranet hablando de mí: “los grandes señores lo ofuscan, o no tiene el valor o el talento de rasgar sus exterioridades para sacar sus extravagancias". Aquí es menester poner ... y decirle claro que no lo entiende. ¿Pues qué quería este señor que Periquillo ponga en ridículo el retrato de un embajador, de un príncipe, de un cardenal, de un soberano? ¿Cómo había de ser eso si en este Reino no hay esta clase de señores? Está muy bien, dirá; pero a lo menos se podían haber sacado las extravagancias de un obispo, de un oidor, de un prebendado, de un gobernador, etcétera ... Muchas gracias le daría yo por el consejo, aunque no me determinaría a tomarlo. Lo que más incomoda a este señor es que “el arte que gobierna toda la obra es el de bosquejar (según dice) cuadros asquerosos, escenas bajas ... y que verisílmente me he reducido al trato de [la] gente soez”. ¡Válgate Dios por inocencia! ¿Qué no advertirá este censor que cuando así se hace es necesario, natural, conforme al plan de la obra y con arreglo a la situación del héroe? Un joven libertino, holgazán y perdulario, ¿con qué gentes tratará comúnmente y en qué lugares le acontecerán sus aventuras? ¿Sería propio y oportuno introducirlo en tertulia con los padres fernandinos, ponerlo en oración en las santas escuelas, o andando el vía crucis en el convento de San Francisco? Pero además de que no siempre se presenta en escenas bajas, ni siempre trata con gente soez, cuando se ve en estos casos es naturalmente, y por lo mismo éste no es defecto, sino requisito necesario según el fin que se propuso el autor. Hasta hoy nadie ha motejado que Cervantes introdujera a su héroe tratando con mesoneros y rameras, con cabreros y perillanes; ni han criticado al verlo riñendo con un cochero, burlado de unos sirvientes inferiores, apedreado por pastores y galeotes, apaleado por los yangüeses, etcétera. Era natural que a un loco acontecieran estos desaguisados entre esa gente, así como a un joven perdido es natural que le acontezcan, entre la misma, iguales lances que a Periquillo.(e) La objeción de que “un hospital, un sepulcro, ni un calabozo se puedan presentar bajo un aspecto ridículo” es harto trivial. Los mismos lugares cierto que no prestarán motivos de risa, pero sí se pueden poner en ellos los vicios bajo un aspecto ridículo; y si no se pueden poner ¿cómo yo los he puesto? Del acto a la potencia vale el argumento, y esto lo saben los muchachos. ¿Habrá quien no se ría al oír las aventuras de Periquillo en su prisión, en el hospital y cuando el robo del cadáver? ¿Falta en estos lugares la sátira contra el vicio y la moralidad necesaria como fruto de las mismas desgracias del héroe? ¿Son más espantosos los presos, los enfermos y los cadáveres que los demonios y los espectros? Pues con éstos tuvo quehacer el ingenioso Villarroel para moralizar y divertir a sus lectores. Más satisfecho que Arquímedes cuando halló la resolución del problema de la corona,(10) le parece a mi censor que me va a dar el último golpe y a hacer ver de una vez cómo mi obra es la peor del universo por confesión de mi misma boca. “Acaba (dice de mí) acaba de abjurar todos los preceptos del arte como si fueran los dogmas del Alcorán...” ¿Y por qué habla así? Porque yo en las advertencias preliminares de mi Ouijotíta digo que tratando de conciliar mi interés particular con la utilidad común, atropello muchas veces(f) con las reglas del arte cuando me ocurre alguna idea que me parece conveniente ponerla de este o del otro modo.(11) “Esto sí que es insultar a las gentes”, exclama el señor Ranet con su acostumbrado patriotismo, y sigue con el mismo espíritu lamentándose de que por mi culpa, por mi gravísima culpa, “¡ya perdimos hasta el uso del buen lenguaje!”(12) No hay tal cosa. Yo no atropello con todas las reglas del arte, y sería un necio si presumiera de ello. Los que entienden el arte saben muy bien qué reglas traspaso, cuándo y con qué objeto. Suelo prescindir de aquellas reglas que me parecen embarazosas para llegar al fin que me propongo, que es la instrucción de los ignorantes.(g) Por ejemplo, sé que una de las reglas es que la moralidad y la sátira vayan envueltas en la acción y no muy explicadas en prosa; y yo falto a esta regla con frecuencia, porque estoy persuadido de que los lectores para quienes escribo necesitan ordinariamente que se les den las moralidades mascadas, y aun remolidas, para que les tomen el sabor y las puedan pasar, si no saltan sobre ellas con más ligereza que un venado sobre las yerbas del campo. Aún hoy necesitan muchas gentes un comentario para entender el Quijote, el Gil Blas y otras muchas obras como éstas, en que sólo encuentran diversión. Por otra parte, estoy seguro de que mi intención es buena, que los pobres ignorantes como yo me lo agradecen, y que los sabios dispensarán, acordándose con Horacio de que hay defectos que es necesario perdonar, y otros en que incurren los escritores o por un descuido o por efecto de la miseria humana: Sunt delicta tamen quibus ignovisse velimus; {…} non ego paucis offendar maculis, quas aut incuria fudit, aut huinana parum cavit natura. In Art. Poet.(13) Finalmente, la general aceptación con que mi Periquillo ha sido recibido en todo el Reino, la calificación honrosa que le dispensaron los señores censores,(h) los elogios privados que ha recibido de muchas personas literatas,(i) el aprecio con que en el día se ve, la ansia con que se busca, el excesivo precio a que las compran y la escasez que hay de ella, me hacen creer no sólo que no es mi obrita tan mala y disparatada como ha parecido al señor Ranet y al “Tocayo de Clarita”, sino que he cumplido hasta donde han alcanzado mis pobres talentos con los deberes de escritor. Estos son según Horacio enseñar al lector y entretenerlo: Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci, lectorem delectando pariterque monendo. Y si es cierto lo que dice este poeta de que el libro que reúne en sí estas dos condiciones, da dinero a los libreros, pasa los mares y eterniza el nombre del autor, Hic me-ret aera liber Sociis, hic et mare transit et longum noto scriptori prorogat aevum,(14) yo he tenido la fortuna de ver en mi Periquillo las dos primeras señales. Los libreros han ganado dinero con él comprándolo con estimación y vendiéndolo con más, lo que están haciendo en el día.(j) Ha navegado la obra para España, para La Habana y para Portugal con destino de imprimirse allí; me aseguran que los ingleses la han impreso en su idioma y que en México hay un ejemplar.(k) Conque ya he visto en mi Periquillo algunas señas de buen libro, a pesar de la juiciosa crítica del señor Ranet. Sobre si ha de durar mi nombre o no, no me he de calentar la cabeza. Famas póstumas son muy buenas, pero no se va con ellas a la tienda. No aspiro a la gloria de autor inmortal porque sé que al fin me he de morir, ni me envanezco con ningunos aplausos: Non ego ventosee plebis suffragia venor.(15) Todo esto es aire, y mi amor propio no es tanto que me haga creer que hay en mis pobres escritos un mérito verdadero y relevante. Ellos son mis hijos; no soy hipócrita, ni me pesa de que los aprecien los demás; pero no por esto dejo de conocer que están llenos de defectos como hijos al fin de mis escasas luces. Lo que acabo de decir de Periquillo no es efecto de vanidad, ni porque lo quiero remontar hasta las nubes; lo he dicho por defenderlo, como que soy su padre, de los testimonios y calumnias con que lo denigra el señor Ranet, y para que vea que si él y otros cuatro piensan así; el público ilustrado de todo el Reino piensa de otra manera y le hace más favor del que merece. Dios le dé a usted paciencia con nosotros, señor editor, que bastante la necesita. De usted afectísimo, etcétera, El Pensador Mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi. P. D. Nos hemos desentendido de la crítica contra las estampas, y de los favores que nos hace el señor Ranet llamándonos necios, habladores, etcétera, porque todo esto entra en la paja que nos propusimos aventar desde el principio. (a) Nos reservamos in pectore su nombre para mejor ocasión. [Los “Ligeros apuntes...”, escritos más de veinte años después de esta polémica, dicen en su parte final: “Contra ella (El Periquillo Sarniento) se han dicho muchas cosas; pero las principales las recopiló y publicó en un artículo (...) don Manuel Terán.” El mismo Fernández de Lizardi alude a este apellido convirtiéndolo párrafos adelante, por inversión de sílabas y letras, en Ranet. Ahora bien, el artículo en cuestión aparece como remitido de Puebla por “Uno de Tantos” o “El señor Januario” a un particular de la Ciudad de México (“El Corresponsal de Januario”), quien a su vez lo envía al editor del Noticioso General (cf. núm. 482, pp. 1-4). Así pues, las iniciales “D. M. T.” no constan en dicho artículo; son un dato que maliciosamente adelanta Lizardi.] (b) Como la que estámos contestando. (c) Así le quiero llamar, pues a uno de tantos le podré poner el nombre que quiera, ya que él no quiere decirnos cómo se llama. (d) Es decir que todos los personajes que entran en mi obra son de las peores gentes de la sociedad. (e) No trato de comparar mi obra con la del gran Cervantes; lo que hago es valerme de su Quijote para defender mi Periquillo. (f) Muchas veces, no siempre; pero esto se le olvidó escribir a mi censor. Bien dirá que inter duos amicos non reparatur in una litera (g) Para éstos escribo y no para los sabios como el señor Ranet. Mil veces lo he dicho y lo he estampado. (h) El señor oidor don Felipe Martínez por el superior gobierno, y el reverendo padre exprovincial de San Francisco fray José Ángel Dorrego, por el ordinario. [En efecto, Felipe Martínez firma uno de los documentos relativos a la censura del tomo IV (véanse las cartas incluidas como preliminares a dicho tomo); fechados en octubre de 1816, en ellos se le menciona como alcalde de Corte o “alcalde del crimen”. Este mismo personaje tuvo también que ver en la prisión que El Pensador sufrió en los años 1812 y 1813: “(Venegas) decretó mi prisión a la que fui arrastrado a las tres de la mañana del 7 de diciembre de (1)812, acompañado del receptor Roldán y otros pajarracos de su calaña que viven (…) A las nueve del día 8 (…) Lleváronme a casa del ministro Bataller, quien estaba con otro de de tan piadoso corazón como él, y era el alcalde de Corte don Felipe Martínez…” (Carta segunda de El Pensador al Papista, 1822, pp. 14 y 15). En cuanto a José Ángel Dorrego, su nombre aparece en la lista de suscriptores incluida al final del tomo I del Periquillo Sarniento.] (i) En mi tierra no se usa elogiar públicamente a los autores, sino criticar sus obras caústicamente luego que salen a luz. Éste es un arbitrio muy liberal para desterrar de una vez la aplicación, y hacer que duerman los estudiosos. (j) Escribo delante de ellos y no me dejarán mentir. (k) No aseguro yo esto; hablo sobre la palabra de quien me lo ha dicho. Solicitaré el ejemplar y, si fuere cierto que lo hay, veré quién me traduce el prólogo para enviárselo al señor Ranet. [No tenemos, hasta la fecha, ninguna noticia cierta de alguna edición extranjera o alguna traducción del Periquillo que daten de la época de Fernández de Lizardi.]
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